sábado, 23 de mayo de 2009

LA HISPANIOLA -TRES-

Saludos.

Una noche, charlando, María nos dijo que al día siguiente había una fiesta en el pueblito de San... -no consigo recordar el nombre- y que si nos apetecía ir, añadiendo que tenían procesión y baile y que como era su día de cierre, podría estar con nosotros.

Por supuesto, accedí.

Organizamos la partida en dos coches y nos pusimos en carretera. Llamarle "carretera" a aquello, no deja de ser un ejercicio de generosidad. A medida que avanzábamos -yo seguí exactamente al vehículo que me precedía, el de Ulises-, nos fuimos alejando de la civilización y por mucho que preguntara a mis compañeros, ninguno parecía alarmado ni preocupado a pesar de que la marcha era obligatoriamente lenta a causa de los baches -algunos espectaculares-.

Nos adentramos en una especia de selva, bastante lejos de cualquier parte, hasta dar con un poblado donde no habría más de quince o veinte casas de madera, varias chabolas y una barraca grande y bien conservada, con una gran cruz en el dintel de una puerta amplia, de dos hojas. Todas las demás parecían ajadas y mal cuidadas.

Aparcamos en un pequeño llano y bajamos. Debo decir que si desde que llegué el calor húmedo es espeso y pegajoso, allí, en la selva y donde no corre ni un gramo de aire, se vuelve sofocante. Aún así, yo era todo ojos, todo orejas y todo sensaciones.

Nos encontramos reunidos, bajo un techadillo, unas setenta u ochenta personas de todas las edades. Un equipo de música a toda potencia, vomitaba bachata sin parar y mucha gente bailaba, bebía y charlaba con muchísima animación.

Como esperaba obtener fotografías de algo distinto, me cargué con mi cámara, mi chalequillo de fotógrafo -muy útil aunque hubo momentos que me pareció un abrigo-, una sudadera fina, pantalón de hilo y sandalias. Debí dar imagen de profesional gráfico porque enseguida me hacían sitio para disparar.

Nos ofrecieron ron y nos mezclamos con los nativos. Todos muy amables, encantadores y deseosos de charlar con el extranjero. Luego me pedían una foto que yo tomaba gustoso. No imagino para qué pero todo el mundo pretendía que los retratase y si tenemos en cuenta que era una cámara analógica, de rollo, la posibilidad de ver el resultado sería muy remota. Aún así les encantaba posar, contra mis deseos, porque yo prefiero "robar" las imágenes, tomarlas sin que se fuercen las posturas, las sonrisas... como son y al natural. Y aunque me harté de tomar instantáneas robadas, buena parte de la colección es una galería de gente mirando al objetivo, sonriendo o haciendo gestos. Muy artificiales pero documento al fin y al cabo.

A medida que avanzaba la tarde, notaba que dos o tres chicas muy jóvenes presentaban síntomas de borrachera. Hacían gestos raros y se comportaban de manera extraña. Sin embargo, nadie parecía preocupado.

Mientras, "nuestras" chicas bailaban sin parar con los más viejos del lugar. Había dos o tres abuelos, vervaderamente ancianos, delgados como varas de bambú, que se movían con una agilidad envidiable. Tomaban ron y en un momento uno de ellos que calzaba mascota, se puso el baso sobre ella y se sentó muy tieso. Me informaron que era el gesto para decir "ya no bebo mas, ya no bailo mas". Tengo ésa foto.

En un otro momento, varias mujeres me llamaron a voces y haciendo gestos con las manos para que me acercara. Acudí y me mostraron a una de las chicas "borrachas" que estaba en el suelo, temblando y con los ojos vueltos. Me hicieron sitio para que tomara mis fotos -las tengo- y entre disparo y disparo, pregunté qué le pasaba: estaba en trance y no era por la bebida.

Habían estado celebrando, sin que yo notase nada, algún tipo de ceremonia de GA GA -una forma de vudú o santería- y las chicas habían alcanzado el éxtasis religioso.

Me impresionó muchísimo la escena porque nunca antes había visto ni vivido en persona algo semejante.

Tras quince o veinte fotos, una mujer gorda, mulata y simpática, me agarró de la mano y me arrastró hasta el interior de una de las chabolas. Quise hacer alguna resistencia porque no era capaz de imaginar qué pretendía, pero aún así, me dejé llevar.

Dentro, en una casa de una pieza casi toda ocupada por una cama enorme, la mujer levantó un tanto la ropa, por el lateral, para mostrarme a otra de las chicas que estaba allí oculta, encogida y como la anterior, con los ojos vueltos. Parece que tenía un mal trance. La tercera no llegué a verla porque se la habían llevado a algún sitio.

Tras esta impactante experiencia, nos desplazamos a otra chabola más adentrada aún en la selva donde estaba teniendo lugar un "encuentro de cantores".

Es un tipo de cante de desafío o duelo -similar a los del flamenco-, donde dos cantantes se sientan frente a frente e improvisan frases picantes, provocadoras y graciosas sobre las carencias y defectos del otro, su familia, amigos y gustos.

Yo entré allí, me senté en un rincón y me pasé mas de una hora, hasta que terminaron, escuchando a los artistas, aunque la mayoría de las veces no lograba entender el significado del argot, de la intención y del doble sentido.

A la salida iba a comenzar la procesión porque ya se hacía de noche.

La mezcla de símbolos y rituales procedentes de la religión católica y las africanas es impresionante y chocante.

Mientras esperábamos que sacaran a la imagen, llamé a un par de chicos de no más de once o doce años y les pregunté si había un bar por allí. Me señalaron una de las casas, la única que tenía un bombilla encendida en la puerta, que parece que era la tienda de la zona.

-¿Venden cerveza? -pregunté.

Asintieron y les propuse:

-Si me traéis dos cervezas grandes, frías, os doy cinco pesos a cada uno.

Aceptaron enseguida y cumplieron honradamente su compromiso. Los tuve yendo y viniendo cargados las dos horas siguientes. Debieron ganarse su buen dinerillo aquella noche y yo tuve un éxito grande entre mis amigos porque bebiendo a morro, nos liquidamos un buen puñado de litronas.

La procesión era una imagen de una virgen pequeña que llevaban en angarillas entre cuatro. En realidad, la talla tenía una cara de muñeca Nancy inconfundible. Adornada con flores, velas y escapularios, la pasearon lentamente por un recorrido de treinta o cuarenta metros. Detrás, un grupo de no más de quince personas cantando en católico, casi todas mujeres

Al final terminaron en una especie de altar florido, muy florido, enmedio de la mismísima selva. La colocaron en el centro y acabó la ceremonia y mi labor de reportero gráfico.

Sin embargo, aún teníamos otra cosa que ver.

De la barraca grande y bien cuidada, nos llegaba música fuerte y potente y voces, cánticos.

Allí fuimos y entramos en una iglesia protestante de alguna rama que no identifico.

Era un edificio largo y bajo, perfectamente limpio y cuidado y con mas de cuarenta personas, todas de raza negra, oficiando un ritual.

El que dirigía aquello era un tipo grande, negro, vestido con un traje blanco, corbata roja y camisa amarilla y tenía un vozarrón enorme. Todos cantaban y llevaban el ritmo con palmas.

Sintiéndonos invasores -sobre todos, yo-, nos colocamos en un rincón discreto y observamos. Al momento, un tipo delgado y nervioso se acercó y nos preguntó de dónde éramos. Nos identificamos y se largó para cercarse al líder y dejarle la información recogida, supongo. Al poco, el oficiante, sin dejar de llevar el ritmo y cantando a viva voz, nos saludó a todos y nos pidió, especialmente al español, que nos integráramos en Cristo.

Fue la señal para abandonar el lugar, recuperar nuestros coches y volver a Santo Domingo.

Y si el viaje de ida fue convulso, el de vuelta, de noche, sin una maldita farola en todo el camino, se convirtió en un martirio del que, sin embargo, salimos vivos. Y los amigos, de los allí, tan indiferentes para con las cuitas del conductor.

Continuará.

Cuidaros.

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